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ISSN 1989-4163

NUMERO 34 - JUNIO 2012

El Frágil Detalle de la Identidad

Holly

Es difícil catalogarme a mí misma como una gran fan de Sexo en Nueva York, no lo soy. Para empezar, creo que la serie ha hecho mucho daño a la sociedad con todo el jaleo de Vattimo, la postmodernidad y la estética sobre la ética. Nunca he identificado el concepto de liberalidad con promiscuidad aunque creo que la serie, extrema como todas las series -y el problema lo tiene el que no lo entienda así, es decir, como ficción, ficción, ficción- fue un hito no sólo de las tendencias, sino también de la forma de tratar a la mujer en televisión. Carrie y sus amigas son cuatro estereotipos con patas, pero la serie se deja ver y, en algunos momentos, es incluso genial. Sin embargo, en mi opinión, el problema de una estupenda serie que empezaba diciendo que "no desayunamos con diamantes" y que mostraba que las Cenicientas ya no existían salvo por su interés hacia los zapatos, es que al final Carrie se casa con Mr Big, se compra un apartamento de cinco millones de dólares y en su armario hay más dinero del que se gasta en pagar a una pequeña empresa editorial cada año, no digamos que a trasmano de cualquier periodista de a artículo por semana en un periódico -muy- mediocre. Además del hecho de que SJP se empezó a creer Carrie Bradshaw, una mujer sofisticada, cool y, sobre todo, despampanante. Y no. No.

La cosa, por tanto, está en que hasta los estereotipos tienen una identidad: la de los estereotipos. Así, Samantha podía llevar lencería con perlas auténticas y manipular a medio Nueva York para lograr un Birkin de Hermés; Charlotte podía casarse de Vera Wang tras contratar a un estilista de bodas y adoptar a un niño vestida de Chanel; Miranda... bueno, la letrada podía pagarle un traje muy, muy caro a su novio y Carrie, santo cielo, Carrie. Carrie puede trotar por la ciudad con Manolos, Jimmy Choos, Louboutins, ir a Vogue vestidita de Dior por Galliano, llevar camisas de Cavalli para reafirmarse, hacer que alguien deje a la divina Natacha de Ralph Lauren -venga Big, venga- por ella y desfilar para D&G, además de otros muchos varios cientos de delicias más.

Sin embargo hay algo que acompaña a Carrie y que la caracteriza, temporada tras temporada, mucho más que todo el resto del trabajo de Patricia Fields, y ese algo es su collar de Carrie. Una baratija que compró en un mercadillo pero que no se aparta de su cuello. La verdad es que Carrie no deja de ser una chica americana de la América profunda, y bajo todo el pulimento que va adquiriendo a lo largo de la serie y de algunas divagaciones que tiene el personaje que no provocan, precisamente, que te caiga bien, sino demostrar que es una mujer y ya está, con una vida guionada, por eso es tan significativa la cosa del collar. La identidad de Carrie pende de su cuello. Siempre. Más alla de Dior, Chanel, Versace y Gucci, la verdad es que Carrie es ese collar que es una corazonada más que un gusto adquirido.

Cuando la neoyorquina por excelencia en uno de los episodios últimos de la temporada final de la serie, se va a París con el ruso, Carrie recibe un regalo: una nueva vida y a juego con ella un collar de diamantes cuyo brillo ciega –tus- sus ojos. Sin embargo, en medio de la vorágine parisina, Carrie pierde su collar y vive los peores momentos de su vida -en la serie-. ¿Qué hace la Bradshaw en París, sin Big, sin Charlotte-Samantha-Miranda, sin empleo, sin hablar el idioma y con un hombre como el señor artista? Finalmente, Carrie recupera su collar. Claro. Y vuelve a Nueva York a desayunar con diamantes.

Porque la verdad es que sí que desayunamos con diamantes.

Lo que pasa en la cena, ya es otra cosa. Ana Bolena, reina consorte de Inglaterra tras casarse con Enrique VIII, perdió la cabeza. Pero eso sí, nunca su identidad. De hecho, siempre llevaba el collar que se puede ver en este cuadro de fines del XVI, copia de otro de la década de 1530 que se ha perdido. La B de Boleyn. O el Carrie de Carrie. Así son ellas.

El frágil detalle de la identidad

 

 

 

 

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